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Antonio Paoli según Wilfredo Braschi

ANTONIO PAOLI 

1872-1946

por Wilfredo Braschi 
Perfiles puertorriqueños
Biblioteca de Autores 
Puertorriqueños, San Juan, 1978, pp. 42-44

 

     Su rostro iluminado por la mirada recia que parecía incendiarle la barba, me impresionó. La evocación es lejanísima, aunque firme e imborrable como para restituirle en el recuerdo. Entre los cañizares de la barba oscura, el rojo sanguíneo de la piel. Boca carnosa encerrada entre el bigotazo hirsuto y la ancha perilla que iba afilándosele sobre el pecho. La voz de trueno le salía torrencial—a un tiempo cristalina y áspera—extendiéndose y repercutiendo vencedora. 

     Alto, robusto, con algo de gigante funámbulo, llenaba la peque-ña sala. Supongo que por las ventanas estaría mirando el Nueva York que rumoreaba hormigueante abajo. Desde mis cinco años me preguntaba que de dónde habría salido el hombrachón.

     Me explicaron. Supe que era "el tío Antonio", hermano de mi abuela. Luego se me fue apagando su figura en el humoso recinto de la memoria, aunque a ratos, en los días neoyorquinos, me lo imaginaba otra vez de pie un poco más alto que la lámpara colgante del techo. 

     Mi segunda visión del "tío Antonio" pertenece al escenario tórrido de Puerto Rico. El mismo porte de unos años antes, ya la cara menos sonrosada tras los yerbajos entrecanos de la barba. Elegante aún, el traje cerrado hasta el cuello, los labios con un rojo desvaído y en el hondón de la boca el marfil amarilleante. Y siempre la voz de tenor. En la casa llena de hebras de luz asomaban unos árboles de húmedas hojas. Adentro trinaba un ruiseñor y—a ratos—se sentía carraspear una cotorra. Junto al retrato del cantante en OTELO, un gramófono con su fotuto retorcido y un disco en que la memoria circular revivía una voz. Oí que Adina, la esposa de Antonio, poniéndose el dedo índice en la boca, borbotaba en su español italianizado: 

     --Shilenshio... 

     Un hálito de música y palabras vino a imponerse sobre todos los ruidos y una esotérica forma todopoderosa se posó allí, mágica, elusiva e irreal.

     Me enteré: quien cantaba era Antonio Paoli. El fonógrafo recogía su voz y escuchábamos, por encima del chirrido de la aguja, lo que aún restaba—en una suma de estrías—del Antonio Paoli mitológico, desdibujado en la leyenda de corrillos y plazuelas. 

Luego, en años posteriores, su estampa se me tornó familiar. Allá en su viejo caserón verde que daba a la carretera solía invitarme: 

 

     —¿Vamos a San Juan? 

 

     No sé cómo se las arreglaba. Pese a sus escasos medios económicos, la vestimenta de finos paños ingleses, el aludo sombrero italiano y el bastón de puño de nácar le proyectaban una silueta de hombre acaudalado. 

     El paso lento, mayestático casi, rítmico, caminaba lo mismo que 

si estuviese en un escenario. Amplio el tórax, la mandíbula pilosa hacia adelante. Gustaba del tranvía que reptaba como un gusano amarillo bajo el sol, San Juan adentro, por un Santurce con trazos de sombra, o por el Condado que tendía el cordel de oro de sus playas entre montículos y matojos. 

     De vez en cuando, de paseo por el viejo San Juan, alguien le saludaba y él se quitaba el sombrero inclinándose levemente. Yo imaginaba lo que vendría a su mente en el minúsculo San Juan, contrastándolo con las grandes ciudades en que dejó colgada su prestancia de tenor dramático.

 

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      Había triunfado en la Opera de París, en la Scala de Milán, en el Teatro Colón de Buenos Aires. Se le comparaba con las grandes figuras de su tiempo. ¡Hasta con Caruso! En aquellos días ardorosos de mi mocedad, me interesó sobremanera su confesión de que tuvo que boxear en Londres una vez que la garganta se le quebrantó y no podía cantar. En secreto me enseñó un antiguo retrato en que aparecía como un forzudo gladiador. Al evocarlo hoy me parece verle ante la victrola que le devolvía diluido, evanescente, el eco de su voz. Y rememoro su angustia de protagonista perdido en las oscuras vueltas de un disco tremolante y remoto. 

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